En el invierno de 1987, se realizó la segunda invernada en la Base Artigas y con la experiencia adquirida por la dotación del año anterior, se habían mejorado un poco las instalaciones. El jefe de aquella dotación, Orosmán Pereyra, recogió sus vivencias en apuntes y notas que luego fueron publicadas en el libro de su autoría “Uruguay y uruguayos en la Antártida” de donde extraemos algunos fragmentos que nos hacen vivir, las dificultades que experimentaron, pero también ricas experiencias de vida que son dignas de ser leídas...
Esta crónica fue preparada para “Proyección a la Antártida” del programa Proa al Mar del sábado 14 de julio de 2018, trasmitido por Radio Uruguay
Aprendiendo a invernar: La dotación de 1987 en la BCAA
por Waldemar Fontes
Fotografía de la Dotación 1987 de la Base Artigas |
En el invierno de 1987, se realizó la segunda invernada en la Base Artigas y con la experiencia adquirida por la dotación del año anterior, se habían mejorado un poco las instalaciones.
El jefe de aquella dotación, el Tte Cnel Orosmán Pereyra, recogió sus vivencias en apuntes y notas que luego fueron publicadas en el libro de su autoría “Uruguay y uruguayos en la Antártida” de donde extraemos algunos fragmentos que nos hacen vivir, las dificultades que experimentaron, pero también ricas experiencias de vida que son dignas de ser leídas.
Al comenzar el período de invierno, Orosmán Pereyra decía:
Ahora, nos es posible ampliar nuestra visión del clima, que podemos dividir temporalmente en dos períodos bien definidos climáticamente y dos etapas fugaces que las enlazan entre si. Se trata del verano y del invierno antárticos, si bien a este último lo podemos denominar «de invernada», ya que está íntimamente ligado a la relativa actividad humana y de vida animal que durante el transcurso del mismo se puede desarrollar.
Luego comienza una etapa muy fugaz (etapa intermedia), que se hace muy difícil diferenciarla del invierno, a no ser por las horas de luz solar y el rigor de los intensos fríos. Hasta principios de octubre, reina el invierno, seguida de otra etapa intermedia- En este período comienza lentamente el descongelamiento en todas las partes en las que aparecerá tierra durante el verano, haciéndolo a un ritmo mucho más vertiginoso a medida que se incursiona en la estación propiamente dicha.
Nuestro primer invierno en la Antártida
El momento tan esperado por nosotros por fin había llegado. Ahora, no solamente se probaría nuestro espíritu de cuerpo, la unión entre los hombres de la dotación, sino que entrarían en ese examen, las instalaciones de abastecimiento de agua potable y las de evacuación de aguas servidas que, con nuestra escasa experiencia, habíamos construido durante el verano. Como así también, otras construcciones efectuadas por nosotros durante el mismo período. Los víveres iban a tener un papel fundamental en esta revisión. ¿Los cálculos que habíamos efectuado sobre los insumos serían los adecuados? ¿Su consumo estaba ajustado a los valores correctos o no? ¿Funcionaríamos todos nosotros como un equipo frente al gran examinador, el invierno antártico, o caeríamos derrumbados ante las primeras dificultades?
Al quedar solos los doce hombres del personal de invernada, las condiciones de vida cambiaron, del mismo modo que se modificaron las loras de luz solar. Cada día que comenzaba, el sol aparecía más y más tarde y culminaba en el horizonte más y más temprano.
Hasta que llegó el día en que tuvimos la menor cantidad de luz solar. Desde las 10 de la mañana hasta las 16 horas. …no pasaba de ser una penumbra crepuscular permanente. A las 16 horas, ya estábamos en plena noche cerrada.
Esta situación hizo modificar el horario de trabajo de la Base. un horario necesario, ya que marcaba una disciplina, un ordenamiento, una rutina para que cada uno ocupar su tiempo en las distintas tareas de mantenimiento y permitía que el personal no estuviera ocioso durante este tiempo de sombras largas...
Alas de Saber, Cofres de Luz
Con uno de los buques soviéticos que transportaban carga para la Base vecina Bellinghausen, desde Montevideo, recibimos una carga general para la Base nuestra. En ella se encontraban, incluidos, una serie de cajones que, cual preciados cofres, contenían libros que correspondían a una importante donación que nos hacía el Ministerio de Educación y Cultura.
La sobrecarga del trabajo veraniego y, la falta de espacio físico para armar las estanterías metálicas, que contendrían ordenadamente esos libros, procesar el trabajo y ordenarlos hicieron que, el invalorable material permaneciere guardado hasta que en la quietud del invierno, con tiempo y espacio físico suficiente, se pudiera atender tan importante tarea.
Llegado ese momento, se procedió al armado de las estanterías metálicas que habíamos recibido para organizar la biblioteca. La ubicación que le dimos a los estantes fue en el módulo número tres, que en verano funcionaba como laboratorio. Ahora, lo haría como sala de lectura y recreación, ya que habíamos construido también una mesa de ping-pong.
Una vez que hubimos armado las estanterías, comenzamos a sacar los libros de los cajones y procedimos a inventariarlos y ordenarlos de acuerdo a su temática. De este modo, libros de poesía, ciencia, historia, geografía y cuentos diversos enriquecieron el preciado tesoro que nos acompañaría el resto del año y que permanecería en la Base para el deleite futuro de los que aprecien la buena lectura.
Encaramados en cada frase que poblaban las hojas de los libros viajábamos por otras partes del mundo, conociendo y disfrutando, otros paisajes, desde la gélida y nívea Antártida... Así fue como recorríamos épocas pasadas, hechos y momentos históricos que cada cual recreaba en su mente. Gozamos la lírica y la musa de la poesía, como así también la recreación de los cuentos.
Compañeros silenciosos, bastaba solamente abrir sus tapas para que las luces, sonidos y melodías encerradas en su interior vibraran dentro de quienes recorríamos sus escritos.
Eran realmente cofres de luz que solamente bastaba abrirlos para que con su claridad iluminaran las tinieblas que nos acompañarían en el silencioso, oscuro y frío invierno polar...
«Inmensamente» pequeño
Transcurría el invierno, podría decirse, normalmente. Días de escasísimas seis horas de duración diurna. Un sol pálido corría detrás de las alturas del Glaciar Collins, sin que pudiéramos ver su rostro. Desparramaba apenas una mortecina luz que se filtraba por entre el manto de nubes como si fueran vidrios esmerilados. Días y noches de fuertes vientos y nevadas habían acompañado nuestras vidas por más de una semana. En lo que restaba del día, el viento amainaba hasta quedar, por momentos, totalmente calmo.
En presencia de la noche prematura, que ya anticipaba su comienzo, se adivinaba un cielo nublado, pero que presentaba algunas quebraduras por donde se asomaban muy tímidas estrellas.
Una vez culminada la tarea cotidiana, me dirigí hacia el alojamiento que funcionaba como dormitorio, cocina y Comedor.
Al abrir la puerta, el cálido olor a comida en su interior invadió mis sentidos. A espaldas mías quedó la negra noche, la blanca nieve, que se posesionó de mis huellas. El Cocinero preparaba lo que teníamos de cena para esa jornada. Alrededor de la mesa, un grupo de hombres jugaba al truco y tomaba mate. Me integré a la rueda del mate. Las horas fueron transcurriendo, cenamos acompañados por los diálogos de todos los días.
Culminada la cena, se levantó la mesa, Una vez cumplidas estas tareas, todo el personal se dispuso a ver un «video». Disminuida la iluminación del salón donde estábamos, quedamos con la atención fija en lo que nos ofrecía la pequeña pantalla.
El tiempo que se insumía entonces, se ganaba derrotando las largas horas de sombras y de quietud obligada. Una vez terminada la proyección televisiva, mientras algunos se retiraban a sus cuartos para descansar, otros jugaban al ajedrez.
Por mi parte, comencé la gimnasia diaria, obligada, de vestirme, como todos, con la ropa protectora aislante. Pantalones, parca, gorra, botas y guantes componían el equipo.
Ya estaba pronto y en condiciones para recorrer los cuarenta metros que me separaban del alojamiento en que estaba ubicado mi dormitorio. Di las buenas noches a los hombres que permanecían en el lugar y, abrí la puerta. Esperaba encontrarme con el frío viento que normalmente movía la nieve en pequeños remolinos. Pero para mi sorpresa, la calma era total, un gran silencio me rodeaba. Solamente oía, mis propios pasos. El peso de mi cuerpo rompía la capa helada de la nieve que cubría el suelo, con un crujido característico. Instintivamente levanté mis ojos hacia el cielo y mi andar se detuvo. El éxtasis invadió mi alma.
Mudo y silencioso, como el mismo silencio que me rodeaba, contemplé un espectáculo maravilloso, uno de esos privilegios que me brindó mi pasantía por la Antártida, uno de esos espectáculos que, pocas veces en la vida y, a muy pocas personas, le es dable observar y que yo, deseo compartir con mis lectores.
Ante mí, sobre mi cabeza, pude contemplar un cielo inmensamente estrellado como nunca antes pude observar en lugar alguno. Millones de tintineantes cirios brillaban en ese instante ante mis ojos. Permanecí allí por unos cuantos minutos que me son difíciles de precisar. Sentía como que me hundía lentamente en el suelo. Cuando retomé la conciencia, estaba tal cual me hallaba cuando me había detenido a observar ese espectáculo maravilloso.
La sensación que había tenido de estar hundiéndome en el suelo no había sido más que una ilusión. La cantidad de estrella s era tan grande, y tal su densidad, que a medida que pasaban los minutos me sentía cada vez más inmensamente pequeño.
La intensa y espesa negrura de la noche, de ese cielo que se convertía en un espectáculo vacío poblado por miles y miles, o mejor, millones y millones de plateados puntos me ubicaban en mi justa dimensión. Un diminuto planeta, ubicado en el espacio infinito, rodeado totalmente de millones de otros cuerpos celestes.
Cada cual con sus propias movimientos, con un bien determinado orden en ese aparente caos y, con miles de seres que, tal vez, caminando en sus respectivas noches y, mirando también ellos hacia el cielo, estuvieran sintiendo las mismas sensaciones y sentimientos que sentía yo en ese momento. Me pareció entonces que, Dios, había rozado mi espíritu y mostraba su presencia. Me sentí inmensamente pequeño, en esa inmensidad tan grande...
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Los invitamos a buscar el libro "Uruguay y Uruguayos en la Antártida" de Orosmán Pereyra e Isac Gliksberg para leer toda las vivencias de aquella dotación antártica y mucho más.
Para seguir conociendo sobre el Uruguay y la Antártida, los invitamos a seguirnos, en #CronicasAntarticas
Referencias:
"Uruguay y Uruguayos en la Antártida . Un nuevo Horizonte, un Desafío" de Orosmán Pereyra e Isac Gliksberg, con prólogo del Dr. Luis Alberto Lacalle. Editorial Arca, Montevideo 1994
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