lunes, 8 de octubre de 2018

Carlos Oliver Schneider




Carlos Oliver Schneider, nació en Uruguay en 1899 y desarrolló su vida en Chile, donde algunos lo describieron como el Da Vinci de Concepción. Se formó como autodidacta y luego estudió geología y otros temas. Se interesaba por la ciencia, la cultura y por la educación popular. Participó como naturalista en la primera Expedición de Chile a la Antártida en 1947.

Carlos Oliver Schneider, un uruguayo en la Expedición Antártica Chilena de 1947
por Waldemar Fontes


Durante el Encuentro de Historiadores Antárticos (XVIII EHAL) realizado en Chile en setiembre de 2018, tuvimos oportunidad de asistir a la presentación del libro “Carlos Oliver Schneider. Proa al Sur. Diario del naturalista de la primera expedición chilena a la Antártica”, editado por Mauricio Jara y Pablo Mancilla, donde destacaban el hallazgo de un diario de viaje que se había publicado en varios capítulos en el Diario Austral de Temuco, un periódico de circulación local que había tenido escasa difusión más allá de su tiempo. 

El rescate de ese diario, ya de por sí nos pareció una labor interesante, pero cuando al oír la presentación, nos enteramos que el naturalista Carlos Oliver era uruguayo, quedamos prendados del personaje y quisimos saber más. 

Carlos Oliver Schneider, nació en la ciudad de Canelones (Uruguay), el 15 de setiembre de 1899. Su padre era diplomático y en 1910, fue designado como Cónsul de Uruguay en Chile para trabajar en Coronel, una localidad costera en la región del Bío Bío, que era un importante puerto exportador de carbón, donde se instaló la familia integrada por Francisco Oliver Britos y Ernestina Schneider Jacotet, padres del joven Carlos y otros dos hermanos. 

A poco de instalados, se mudaron a Concepción, donde la familia se quedó a vivir de manera permanente. Carlos Oliver con doce años empezó a estudiar en el Liceo de Hombres de Concepción, donde cursó sus estudios secundarios, destacándose por su aplicación y por su interés en las ciencias. 

En ese tiempo conoció al profesor Edmundo Larenas, que se transformó en su maestro y mentor, quien le inculcó el amor por la naturaleza y el conocimiento. 

Carlos Oliver era muy apreciado por sus compañeros y participó en muchas actividades extracurriculares, siendo capitán del grupo de Boy Scouts, participando como un activo miembro de los Ateneos culturales del Liceo, donde en 1914, con trece años, leyó un trabajo de su autoría, sobre “El cultivo de las Ciencias Naturales”, tema que siguió profundizando en publicaciones que destacaron en la revista “Perfiles, de Arte y Actualidades”, que era editada por los alumnos del Liceo de Concepción, de la cual en 1918, se transformó en su jefe de redacción. 

En esa revista publicó un trabajo sobre el Museo de Concepción, titulado “Nuestros institutos culturales” el que firmaba con el seudónimo Kawada, donde resumía aspectos de ese Museo en donde, desde junio de 1916 se venía desempeñando, ad honorem, como curador de las colecciones que entonces eran administradas por el Liceo de esa localidad. 

Según relatan varios que lo conocieron, Carlos Oliver era una persona agradable, de hablar pausado e interesante conversación. Era un hombre alto, fuerte, de movimientos lentos y ademanes tranquilos. 

Su vida era sencilla y dedicada a múltiples intereses. Algunos lo describieron como el Da Vinci de Concepción. Estaba siempre ocupado y se interesaba no solo por la ciencia, sino también por la cultura y sobre todo por la educación popular. Fue periodista, conferencista y pertenecía a varias sociedades científicas chilenas y extranjeras. Fue miembro fundador y Presidente en varios períodos, de la Sociedad de Biología de Concepción, desde donde impulsaba expediciones científicas y excavaciones paleontológicas o arqueológicas. 


Integraba la masonería y fue Venerable Maestro de la Logia “Paz y Concordia” N°13 y de la Logia “Fraternidad” N° 2, habiendo dejado testimonios escritos sobre “la historia de la masonería penquista”, 

Fue docente, enseñando Ciencias Naturales en colegios públicos y privados. Fue profesor de Biología en el Liceo de Hombres, de Biología Marina y Oceanografía en la Escuela Industrial de Pesca de San Vicente y de Geología y Mineralogía en la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas de la Universidad de Concepción, donde trabajó como Secretario, para luego ser su Decano durante varios períodos. 

De todas sus actividades, a la que con más ahínco se dedicó, fue a la de Director del Museo de Concepción, donde pudo desarrollar su vocación científica, primero de manera autodidacta y luego profesionalmente, a medida que los estudios le dieron rigor y método. 

En 1919 se había fundado la Universidad de Concepción donde Oliver comenzó a estudiar Ingeniería Química, pero en 1922, se fue a la Universidad de La Plata en Argentina, donde se especializó en Geología y Mineralogía. En esos años, conoció a una joven uruguaya, Nilia Pastorini, con quien contrajo matrimonio en Uruguay en 1926. 

Ya casado, volvió a Chile y se hizo cargo de la cátedra de Geología de su Universidad y asumió el cargo de Director titular del Museo de Concepción, al que dio un vigoroso impulso, logrando que tuviera una sede propia en medio de un extenso parque. 

Los años siguientes vivió una vida tranquila, centrada en sus intereses, destacándose una expedición científica a Tierra del Fuego en 1944 y la más interesante, su participación en la Expedición Chilena a la Antártida de 1947. 


Por su destacada labor en el Museo de Concepción, el gobierno de Chile, presidido por Pedro Aguirre Cerda, le había otorgado la Medalla al Mérito en el grado de Comendador y su prestigio era tanto, que el Presidente González Videla no dudó en convocarlo para que integrara, como naturalista, el equipo científico de la expedición chilena que se enviaría a la Antártida, para establecer una base en aquel continente y afirmar los reclamos de soberanía que Chile venía planteando en tiempos de la Guerra Fría, cuando se había incentivado la pugna por la Antártida. 

En enero de 1947, Carlos Oliver embarcó en el buque Angamos en el puerto de Coronel, donde había vivido en sus años de infancia y llevó un diario de viaje, donde con agradable prosa, fue contando sus vivencias en la histórica expedición. 

Comienza el relato con sus impresiones del viaje por los canales fueguinos, hasta que cruzando el Mar de Drake, avistaron el primer témpano: 

-“Al mediar la mañana del 11 de febrero (1947) los primeros hielos de la región subantártica aparecieron a nuestra vista. Una masa blanca, blanco azulado, flotando a la deriva se nos fue acercando en una forma que no por ser lenta, dejaba de ser sorprendente. 

Un iceberg. El primero que veíamos. Era pequeño, insignificante para los muchos que más tarde tendríamos que encontrar. A buen seguro que si a la vuelta, como realmente aconteció con otro semejante, lo volviéramos a encontrar, lo que es imposible que suceda, con toda la intensidad de este momento, ni siquiera lo vamos a mirar. Pero ahora, en este instante, era el primero y lo saludamos como a una avanzada de la tierra del hielo. Un emisario de la Antártica.” 

El 14 de mayo de 1947, escribía: “y en un día del mes de marzo nos dimos a la mar, con todos los pronósticos del tiempo favorables, desde el puerto de Soberanía, en la isla Greenwich, llevando nuestra derrota siempre al sur. El helicóptero Sikorsky 308 piloteado por nuestro valiente compañero el teniente Humberto Tenorio nos precedía a modo de avanzada y estaba en constante comunicación con el transporte Angamos. En tierra, dejábamos al primer destacamento chileno antártico, a modo de ensayo, para que se fuera acostumbrando a la larga jornada que iba a tener que soportar solo. Era una corta separación. La próxima, sería la definitiva”. 

Seguía su relato con detalladas y amenas descripciones de cada lugar que visitaron y en un momento, en la bahía de la isla Decepción, contaba cuando contacto con la Flota Expedicionaria Antártica de la Armada Argentina, en la caleta Balleneros, donde compartieron gratos momentos de camaradería, diciendo: -“Estaban dos transportes, el Patagonia y el Chaco; el petrolero Ministro Ezcurra y los dos patrulleros, el King y el Marature… Este encuentro dio motivo a simpáticas reuniones de confraternidad entre los marinos chilenos y argentinos y esa camaradería que ya había formado en el Angamos con los tres argentinos agregados a la flota chilena, se intensificó”. 

El viernes 23 de mayo de 1947, escribía en el diario: -“Continuamos el derrotero y luego de zarpar de la isla Decepción, llegamos al Estrecho de Gerlache. El paisaje es extraño. Más extraño de lo hasta ahora habíamos visto. Todo es blanco. Hielo. Nieve. Un verdadero paisaje de pastelería y perdóneseme la comparación. Las islas tienen formas caprichosas cubiertas de espeso hielo y nieve. Parecen enormes tortas hechas por un poseso pastelero que las cubrió de un espeso y magnífico flan blanco” 

Y seguía relatando sus impresiones diciendo: -“al ingresar al canal Newmayer, las aguas se deslizan silenciosas. Hasta las máquinas se mueven quedamente. Hay un silencio impresionante. ´ke…ke…ke…kée…´ resuena en el espacio. Miramos ansiosos. Nada se ve”. 

Y el 24 de mayo de 1947, relataba la llegada a Puerto Lockroy, donde no pudieron ingresar, porque ya ocupaba la caleta el ballenero Don Samuel, de la Armada Argentina, debiendo fondear en una bahía cercana, que llamaron “Angamos”. 

En la última anotación del diario, describía una hermosa noche estrellada en Puerto Lockroy y menciona la Cruz del Sur, diciendo: -“La contemplamos largo rato, embelesadamente. No habíamos visto jamás, ni en otros cielos, estrellas más bellas, tan brillantemente bellas. Era la Cruz del Sur. Y brillaba sobre nuestras cabezas”. 

A poco tiempo de retornar de la expedición antártica, en la madrugada del 13 de Junio de 1949, Carlos Oliver Schneider falleció en la ciudad de Concepción, a causa de una hemorragia cerebral, dejando a su esposa y tres hijos. Estaba por cumplir los 50 años. 

Su muerte significó una dura pérdida, no sólo para Concepción, a cuyo desarrollo cultural y científico entregó los esfuerzos de toda su vida, sino también para el mundo entero. 

Carlos Oliver, escribió el “Libro de Oro de la ciudad de Concepción” una obra que hasta hoy es tomada como referencia para el estudio de la historia de esa ciudad. 

El Museo de Historia Natural de Concepción por el que tanto hizo, recibió su nombre y en julio de 2018, la ciudad de Concepción honró su memoria, dedicándole una plazuela con su nombre en el Cementerio General de Concepción. 

Vaya nuestro reconocimiento a este uruguayo polifacético, faro de la humanidad, que desde su amado Chile trascendió fronteras y dejó un legado digno de imitar. 


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Hay mucho más para conversar sobre este y otros temas, así que para saber más sobre la Antártida y sus historias, los invitamos a seguirnos, en Crónicas Antárticas.
#CronicasAntarticas



Referencias:
Jara Fernández, Mauricio y Mancilla González, Pablo. “Carlos Oliver Schneider. Proa al Sur.  Diario de la Primera expedición chilena a la Antártica” LW Editorial. Valparaíso, 2018
Marquez Ochoa, Boris. “Carlos Oliver Schneider. Naturalista e historiador de Concepción”. Concepción Ediciones, 2015
Mihovilovich Gratz, Alejandro. “50 años de Relación Histórica. Respetable Logia Nº 115. 1963-2013” Impresores Trama, Concepción, Agosto 2013.
Parmenio Yañez A. “El Profesor Carlos Oliver Schneider, un precursor de la biología marinaen Chile”. En la Revista de Biología Marina Vol. II - 1 y 2: Publicada por la Estación de Biología Marina de la Universidad de Chile. - Valparaíso, Enero de 1950

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